Cada año se producen más de 211 millones de toneladas de tomates en todo el mundo. Esta cantidad es solo para consumir en fresco, sin contar el que se destina a la elaboración industrial como salsas y conservas.
Existen miles de variedades diferentes de este producto, y todas tienen algo en común: son alrededor de cien veces más grandes que los tomates originales.
Desde hace unos diez mil años, hemos moldeado el tomate para conseguir piezas más resistentes y de mayor tamaño, aunque por el camino se ha perdido gran parte de su sabor original.
Ahora, una investigación realizada por la Academia de Ciencias Agrícolas de China ha secuenciado el genoma de trescientas sesenta variedades de la planta del tomate.
Los resultados de dicho estudio se han publicado en la revista Nature Genetics y nos permiten, por un lado, conocer cuáles son los cambios que ha sufrido este alimento, y por otro, abrir nuevos caminos para conseguir piezas cada vez más sabrosas y de mayor calidad.
Todo apunta a que los tomates originales no se parecían mucho a los que actualmente vemos en los supermercados. Se trataba de una especie bayas de sabor bastante desagradable.
Hernán Cortés y sus hombres fueron los primeros occidentales que vieron estos frutos, originales de Perú y México. Pero ya entonces habían sufrido modificaciones.
Los indígenas americanos consiguieron, mediante el cultivo, “domesticar” este producto hasta conseguir piezas de mayor tamaño. Con todo, seguían estando bastante alejados de los actuales, ya que su diámetro apenas superaba un centímetro.
Pero lo que este dato demuestra es que los tomates llevan miles de años experimentando cambios en su estructura orgánica. De hecho, la investigación recientemente realizada en China revela que ya hemos alterado y modificado al menos el 25% de su genoma.
Curiosamente, el tomate no fue habitual en la dieta de los europeos hasta tiempos recientes. En un principio, debido a un error cometido por el botánico John Gerard en 1597 en su tratado ‘Hierbas’, se pensó que era tóxico.
Esta creencia no se disipó del todo hasta bien entrado el siglo XVIII. Pero el boom de esta planta comenzó en 1876, cuando el estadounidense Henry J. Heinz empezó a cultivarla para fabricar ketchup. Y precisamente fue la variedad que lleva su nombre, el tomate Heinz 1706, la primera cuyo genoma se secuenció por completo.
Fue en el año 2012, y ese logro permitió obtener un mapa de referencia de cómo está organizado un tomate a nivel genómico. Pero aquel resultado no era suficiente.
Ahora, gracias al nuevo estudio realizado en China y dirigido por Sanwen Huang, contamos con la información completa relativa a 360 variedades, lo que nos permite comparar sus diferencias genéticas para tratar de explicar cómo afectan a su forma, tamaño, sabor y ritmo de maduración.
Pero, ¿tan distintas son unas de otras? “En algunos casos no, y en otros sí”, explica Joaquín Cañizares, investigador de la Universidad de Valencia que ha colaborado en este estudio. “Y esas diferencias serán mayores cuanto más nos alejemos de lo que denominamos tomate silvestre. Conocerlas permitirá a los investigadores identificar qué genes controlan factores tales como el distinto nivel de azúcar de cada variedad”.
Una de las conclusiones del estudio realizado por Sanwen Huang es que el proceso de mejora del tomate ha provocado, paradójicamente, una disminución en su riqueza genética, lo que ha limitado la capacidad de los agricultores de conseguir nuevos avances cruzando una variedad con otra.
Por eso, al haber menos posibilidades de combinación, las modificaciones más modernas se están logrando añadiendo genes de especies diferentes. “El resultado ha sido que hemos conseguido tomates más resistentes a las plagas, más grandes, con un color más apetecible”, explica Joaquín Cañizares, “pero en el proceso se ha ido perdiendo sabor”. Y en ello también ha influido la forma de cultivarlos.
Tal y como explica el experto, antes solo se comía tomate en verano, desde mayo hasta septiembre u octubre. “Ahora lo hacemos a lo largo de todo el año, gracias a los invernaderos. Son tomates que no se plantan en tierra, con unas condiciones de riego determinadas. Todo esto afecta al sabor. Además, se recolecta estando aún verde, sin que haya madurado en la planta, y tiene que hacerlo en las cámaras diseñadas para su conservación”, nos cuenta Cañizares.
Por todo lo anterior, uno de los nuevos retos que se plantean a la hora de ir mejorando este producto supone un cierto retorno a sus raíces: se trata de intentar recuperar la esencia de su sabor.
Aunque para lograrlo todavía queda un camino muy largo, tal y como reconoce Cañizares: “Lo que tenemos ahora gracias al trabajo de Sanwen es una especie de gran mapa sobre el que seguir investigando. El tomate tiene más de veinticinco mil genes, pero solo conocemos la función de algunos de ellos, no de todos. Encontrar, por ejemplo, cuál es el que determina que la piel tenga un color más rosáceo es una tarea que puede llevar mucho tiempo”.
La gran importancia de este nuevo estudio es que permite relacionar los datos morfológicos y químicos de cada variedad de fruto (cuánta vitamina C tiene, cuánto licopeno…) con los genéticos. Gracias a eso, por ejemplo, en el caso de los tomates procesados que se usan para fabricar ketchup se ha logrado identificar varios genes en el cromosoma 5 responsables de su alto nivel de azúcar y de su mayor dureza.
Anteriormente, para saber algo así había que esperar a que la planta creciese y el fruto brotase, para que fuese posible conocer su fenotipo. A partir de ahora, estos análisis se podrán realizar con mucha más facilidad y nos ayudarán a ir identificando qué papel desempeña cada uno de los genes.